¿LE HICIERON FALTA A ALGUIEN?
J.S. Lucerna, MA
2006, Derechos Reservados
I
Idiosincrásicamente hablando, en Puerto Rico existe una costumbre que se pelea frente a frente con la necesidad de elevar la competitividad del país de cara a su inserción en la “cadena global de distribución.” Las semanas laborales se ven constantemente interrumpidas por la plétora de días festivos que se honran en el país. Quizá el problema no fuera tan agudo si su efecto se limitara a un día particular en la semana. Pero usualmente la festividad viene acompañada por el ausentismo crónico de empleados que deciden estirar el fin de semana o comenzarlo con anticipo. Esto implica una interrupción en el flujo de la circulación de bienes donde siempre va a haber algún perjudicado, ya sea la empresa, el cliente o el producto.
El problema es más perenne en el sector público. Sus razones parecen estar atadas a los convenios colectivos y a la opípara necesidad de ganarse el favor popular por parte de funcionarios públicos (electos y no electos). Pero en este caso, la situación va más allá. El crecimiento virulento y exponencial que ha sufrido la gestión gubernamental en los pasados 40 años, impulsada por el germen de la partidocracia, ha creado un elefante blanco disfuncional, falto de dirección y excepcionalmente oneroso. Los mil millones de dólares necesarios para el mínimo funcionamiento del aparato gubernamental es de por sí un dato obsceno y espeluznante, máxime a la luz de la ineficiencia que exhibe a diario y por borbotones el gobierno en su totalidad.
Tal parece que el ausentismo generalizado que exhiben miles de empleados públicos ante la suculenta posibilidad de otro fin de semana extra largo responde, precisamente, a la inutilidad de la gestión pública, particularmente cuando la misma es evaluada, cada cuatro años, al crisol de opciones de status inalcanzables y caducas.
II
En un principio, y a modo de poder impulsar el país a un desarrollismo desbocado y desmedido, fue necesario crear toda una clase de tecnócratas que pudieran llevar a cabo la “Operación Manos a la Obra.” Jóvenes fueron extraídos de sus respectivos barrios y llevados a las universidades locales en aras de crear una clase profesional que pudiera servir al Estado en su cruzada por la modernización del país. No era cualquier clase profesional; se trataba de una variedad dirigida a trabajar para el gobierno, y que pudiera llevar a cabo la monumental tarea de elevar la competitividad del territorio y así insertarle en la economía global naciente. La paradoja de esta movida fue la siguiente: con la instauración de la partidocracia a raíz de la victoria del Partido Nuevo Progresista (PNP) en la elecciones del 1968, la gestión pública se vio entorpecida por empleados públicos claramente identificados con un partido político en particular. Puede que Ferré durara un solo cuatrienio en el poder por el efecto del sabotaje constante de los empleados públicos. Pero Romero no cometió el mismo error y tan pronto tomó el poder se dedicó a balancear ideológicamente la empleomanía gubernamental con tal de asegurarse que su “plan de gobierno” fuese ejecutado.
En adición a este fenómeno, la crisis petrolera del 1973 y la subsiguiente recesión, creó un exceso considerable de trabajadores sin empleo que fue subsanado con una considerable ampliación de la base de trabajadores gubernamentales. Eventualmente, el reclutamiento de empleados públicos se tornó en promesa de campaña para los fieles que incansablemente dedicaban horas y horas a las campañas políticas de los respectivos políticos. Nació la batata política, el empleado fantasma y los “ayudantes especiales.” Todo se fraguó en una espiral sin principio ni fin: a la fin y a la postre, el gobierno se convirtió en el principal patrono del país.
“Unos arriba y otros abajo.” Esa debió ser la consigna cada cuatro años mientras el Partido Popular Democrático y el PNP se intercambiaban en el poder. Así, la mitad de los empleados públicos trabajaba afanosamente en el cumplimiento de las promesas de campaña, mientras la otra o no hacía nada o se dedicaba a entorpecer la labor de la primera. ¿El costo económico y/o político de esta maniobra? Eso no importaba. Con el aluvión de fondos federales durante la década del ochenta, se garantizaba el flujo de dinero ilimitado, y así se podía continuar con el vapuleo. De esta manera convivieron felizmente en el aparato gubernamental dos mitades hostilizadas, ensanchando el tamaño de este, dilapidando sus recursos de manera purulenta.
III
En la medida que nos adentramos en la caducidad del debate sobre estatus, y los partidos políticos optan por ejercer su poder político a través de la construcción de “obra pública” inútil e ineficiente (bajo parámetros cementeros), sus planes de gobierno se convierten en un llamado a sus huestes dentro de la empleomanía gubernamental para contribuir a la consolidación de dicho partido en el poder. Esta es la mejor evidencia que puede existir acerca del gigantismo gubernamental. Cualquier plan de gobierno debe (y de seguro está trazado) tomando como premisa la utilización de los empleados públicos en su totalidad. La realidad, sin embargo, es muy diferente. En el pleno ejercicio de su disconformidad (ya sea por malestar o por promesas de promoción no cumplidas), los miembros de la oposición se ven en la obligación de sabotear dichos proyectos, con tal de evitar la perpetuidad de partido en el poder. Mientras, los empleados de confianza, en muchas ocasiones, dedican la mayor parte de su esfuerzo a la persecución sin cuartel de los renegados, relegándolos a labores clericales y de otra índole como castigo a su lealtad expresa por los ideales de la oposición.
¿Cómo puede contrarrestarse la persecución, el desánimo y el desacuerdo que no sea escapando de la dura y triste realidad de la persecución político partidista que se gesta a diario y a lo largo de un cuatrienio en, prácticamente, la totalidad del aparato gubernamental? Este debe ser una de las raíces del absentismo gubernamental. El obligado descanso luego de una atareada faena de persecución contra los miembros de la oposición política en las oficinas debe ser otra. Y el reconocimiento de la imposibilidad de poder llevar a cabo los planes de gobierno sin contar con personajes claves en las agencias (que por casualidad, son miembros del partido en oposición) debe ser otra. A fin de cuentas, ¿a quién le interesa o trabajar bajo esas circunstancias, o ir a trabajar sabiendo que no hay nadie a quien perseguir o colabore con las tareas (partidistas) pendientes?
IV
Sin duda alguna, el cierre gubernamental decretado para la última semana de julio debió ser una decisión bien pensada. Claro, la crisis fiscal está ahí, y ante la inutilidad del sector público (no por los empleados, sino por los políticos), más vale ahorrarse algunos peniques en gastos pedestres, como electricidad, consumo de agua, gasolina, teléfonos celulares, pantallas de plasma, conferencias de prensa, piscolabis para la prensa y demás.
2006, Derechos Reservados
I
Idiosincrásicamente hablando, en Puerto Rico existe una costumbre que se pelea frente a frente con la necesidad de elevar la competitividad del país de cara a su inserción en la “cadena global de distribución.” Las semanas laborales se ven constantemente interrumpidas por la plétora de días festivos que se honran en el país. Quizá el problema no fuera tan agudo si su efecto se limitara a un día particular en la semana. Pero usualmente la festividad viene acompañada por el ausentismo crónico de empleados que deciden estirar el fin de semana o comenzarlo con anticipo. Esto implica una interrupción en el flujo de la circulación de bienes donde siempre va a haber algún perjudicado, ya sea la empresa, el cliente o el producto.
El problema es más perenne en el sector público. Sus razones parecen estar atadas a los convenios colectivos y a la opípara necesidad de ganarse el favor popular por parte de funcionarios públicos (electos y no electos). Pero en este caso, la situación va más allá. El crecimiento virulento y exponencial que ha sufrido la gestión gubernamental en los pasados 40 años, impulsada por el germen de la partidocracia, ha creado un elefante blanco disfuncional, falto de dirección y excepcionalmente oneroso. Los mil millones de dólares necesarios para el mínimo funcionamiento del aparato gubernamental es de por sí un dato obsceno y espeluznante, máxime a la luz de la ineficiencia que exhibe a diario y por borbotones el gobierno en su totalidad.
Tal parece que el ausentismo generalizado que exhiben miles de empleados públicos ante la suculenta posibilidad de otro fin de semana extra largo responde, precisamente, a la inutilidad de la gestión pública, particularmente cuando la misma es evaluada, cada cuatro años, al crisol de opciones de status inalcanzables y caducas.
II
En un principio, y a modo de poder impulsar el país a un desarrollismo desbocado y desmedido, fue necesario crear toda una clase de tecnócratas que pudieran llevar a cabo la “Operación Manos a la Obra.” Jóvenes fueron extraídos de sus respectivos barrios y llevados a las universidades locales en aras de crear una clase profesional que pudiera servir al Estado en su cruzada por la modernización del país. No era cualquier clase profesional; se trataba de una variedad dirigida a trabajar para el gobierno, y que pudiera llevar a cabo la monumental tarea de elevar la competitividad del territorio y así insertarle en la economía global naciente. La paradoja de esta movida fue la siguiente: con la instauración de la partidocracia a raíz de la victoria del Partido Nuevo Progresista (PNP) en la elecciones del 1968, la gestión pública se vio entorpecida por empleados públicos claramente identificados con un partido político en particular. Puede que Ferré durara un solo cuatrienio en el poder por el efecto del sabotaje constante de los empleados públicos. Pero Romero no cometió el mismo error y tan pronto tomó el poder se dedicó a balancear ideológicamente la empleomanía gubernamental con tal de asegurarse que su “plan de gobierno” fuese ejecutado.
En adición a este fenómeno, la crisis petrolera del 1973 y la subsiguiente recesión, creó un exceso considerable de trabajadores sin empleo que fue subsanado con una considerable ampliación de la base de trabajadores gubernamentales. Eventualmente, el reclutamiento de empleados públicos se tornó en promesa de campaña para los fieles que incansablemente dedicaban horas y horas a las campañas políticas de los respectivos políticos. Nació la batata política, el empleado fantasma y los “ayudantes especiales.” Todo se fraguó en una espiral sin principio ni fin: a la fin y a la postre, el gobierno se convirtió en el principal patrono del país.
“Unos arriba y otros abajo.” Esa debió ser la consigna cada cuatro años mientras el Partido Popular Democrático y el PNP se intercambiaban en el poder. Así, la mitad de los empleados públicos trabajaba afanosamente en el cumplimiento de las promesas de campaña, mientras la otra o no hacía nada o se dedicaba a entorpecer la labor de la primera. ¿El costo económico y/o político de esta maniobra? Eso no importaba. Con el aluvión de fondos federales durante la década del ochenta, se garantizaba el flujo de dinero ilimitado, y así se podía continuar con el vapuleo. De esta manera convivieron felizmente en el aparato gubernamental dos mitades hostilizadas, ensanchando el tamaño de este, dilapidando sus recursos de manera purulenta.
III
En la medida que nos adentramos en la caducidad del debate sobre estatus, y los partidos políticos optan por ejercer su poder político a través de la construcción de “obra pública” inútil e ineficiente (bajo parámetros cementeros), sus planes de gobierno se convierten en un llamado a sus huestes dentro de la empleomanía gubernamental para contribuir a la consolidación de dicho partido en el poder. Esta es la mejor evidencia que puede existir acerca del gigantismo gubernamental. Cualquier plan de gobierno debe (y de seguro está trazado) tomando como premisa la utilización de los empleados públicos en su totalidad. La realidad, sin embargo, es muy diferente. En el pleno ejercicio de su disconformidad (ya sea por malestar o por promesas de promoción no cumplidas), los miembros de la oposición se ven en la obligación de sabotear dichos proyectos, con tal de evitar la perpetuidad de partido en el poder. Mientras, los empleados de confianza, en muchas ocasiones, dedican la mayor parte de su esfuerzo a la persecución sin cuartel de los renegados, relegándolos a labores clericales y de otra índole como castigo a su lealtad expresa por los ideales de la oposición.
¿Cómo puede contrarrestarse la persecución, el desánimo y el desacuerdo que no sea escapando de la dura y triste realidad de la persecución político partidista que se gesta a diario y a lo largo de un cuatrienio en, prácticamente, la totalidad del aparato gubernamental? Este debe ser una de las raíces del absentismo gubernamental. El obligado descanso luego de una atareada faena de persecución contra los miembros de la oposición política en las oficinas debe ser otra. Y el reconocimiento de la imposibilidad de poder llevar a cabo los planes de gobierno sin contar con personajes claves en las agencias (que por casualidad, son miembros del partido en oposición) debe ser otra. A fin de cuentas, ¿a quién le interesa o trabajar bajo esas circunstancias, o ir a trabajar sabiendo que no hay nadie a quien perseguir o colabore con las tareas (partidistas) pendientes?
IV
Sin duda alguna, el cierre gubernamental decretado para la última semana de julio debió ser una decisión bien pensada. Claro, la crisis fiscal está ahí, y ante la inutilidad del sector público (no por los empleados, sino por los políticos), más vale ahorrarse algunos peniques en gastos pedestres, como electricidad, consumo de agua, gasolina, teléfonos celulares, pantallas de plasma, conferencias de prensa, piscolabis para la prensa y demás.