miércoles, mayo 03, 2006

Estampas del Caos (I): Su Majestad, El Rey Roselló I

J.S. Lucerna
Derechos Reservados, 2006


The King has kneeled
To let his kingdom rise

Bastille Day
Rush

Mientras muchos tuvieran conocimiento de que en la última semana de abril se celebrarían vistas congresionales sobre el informe de status que publicara la Casa Blanca en diciembre del pasado año, pocos estarán al tanto hoy del resultado de las mismas. Inclusive, existe la posibilidad de que quien se enterara del evento fuera gracias al acto de ilusionismo que llevara a cabo el senador Roselló horas antes de que el Gobernador anunciara el cierre parcial del gobierno.

Su escabullida se produjo poco después de certificar que, en efecto, el cierre se produciría pues su partido político no estaba dispuesto a ceder un ápice en el tranque presupuestario que se asomaba. En un mensaje televisivo, el ex gobernador esbozó su versión particular de por qué no existe ninguna crisis o, mejor aún, denunciar que la misma era un invento fríamente calculado por el gobernador de turno. Respaldado de nítidas gráficas econométricas y una ensalada compleja de cifras y datos económicos, el hoy senador justificó la postura institucional de su comarca política de no aprobar ningún préstamo al gobierno ni una reforma contributiva que representara una carga tributaria adicional para la “clase trabajadora.” Roselló utilizó los manierismos que le han caracterizado en los últimos tiempos (un tenso relajamiento, un intento desesperado por lucir templado, una calmada retórica producida por su habilidad de mantener a la raya su histeria interna) a modo de lograr convencer al auditorio televisivo y radial de que si el gobierno se va a la quiebra, si éste cesa parcialmente sus operaciones y el país se lanza al caos, no es por su culpa. La entera culpa de lo que (en aquel momento) podía suceder, recaía en el gobernador de turno y su inhabilidad de controlar el gasto público, la corrupción y el derroche de fondos en “gastos alegres.”

Dado que las explicaciones brindadas en su anuncio (político pagado) eran más que suficientes, Roselló obvió el ofrecer una conferencia de prensa para abundar en sus posturas institucionales. Con cinco minutos de frente al pueblo bastó. De ahí, éste tomó un avión rumbo a Washington para trabajar con asuntos más serios: el debate del status de Puerto Rico. Alcanzaron cinco minutos para despachar la crisis y redirigir la atención del “pueblo” al asunto primordial: la definición suprema entre ciudadanos de segunda clase, o la estadidad como la culminación del desarrollo de los puertorriqueños en esta fase de la historia.

El problema radicó en que mientras Roselló disfrutaba de su máximo momento de gloria como propulsor de la estadidad para Puerto Rico, la atención del país estaba depositada en el enfrentamiento entre el poder legislativo y el ejecutivo. Es difícil conocer a ciencia cierta cuántos escucharon la ponencia de Roselló. Más difícil es saber cuántos conocen el contenido de la misma (salvo alguno que otro comentarista radial estadista). En los periódicos la noticia pasó a un segundo plano, sino al tercero. La primera plana fue dominada por la crisis artificial de Acevedo Vilá. Por la reacción de los periódicos y la ausencia del Comisionado Residente en los titulares matutinos, se puede derivar que la vista no pasó a ser más que eso: una congregación de legisladores estadounidenses comentando un informe hecho por un grupo de desconocidos en el sótano de la Casa Blanca sobre un territorio minúsculo si es comparado con Irak o Irán.

La conducta exhibida por Roselló la pasada semana no sorprende a nadie. Desde su primer mandato como gobernador, éste dio señas de su desorganizado pensamiento monárquico en lo que se refiere a la gestión pública. Siempre se destacó por su estilo impositivo, de poco diálogo (si alguno), entrecruzado con un secretismo hermético sobre los medios con los cuales alcanzar el fin. Esa es la “historia secreta” de la reforma de salud, la ruta 66, el superacuerducto, las sospechas sobre Víctor Fajardo y su finca privada, el Departamento de Educación, etc. Inclusive, ese fue el estilo en lo que a materia sobre status se refiere. Su complicidad en no respaldar la permanencia de la sección 936 del código de rentas internas estadounidense se vio a la luz pública como una estrategia para adelantar la estadidad. Esto último se dedujo, pues el mutis de Roselló siempre fue permanente. El respaldo al proyecto Young y sus tres malogrados plebiscitos de estatus siguieron la misma fórmula: imposición, cero diálogo, secretismo.

Roselló contrarrestó su filosofía autoritaria en la forma de gobernar con un populismo derivado del asistencialismo patriarcal y hacendado que marcó la política en la segunda parte del siglo pasado en el país. Este bailó la macarena, liberó al “pueblo” del sistema público de salud brindándole la libertad de seleccionar cualquier proveedor privado, puso controles de acceso en los residenciales públicos para que sus residentes “gozaran” de las comodidades que los diferenciaba de la clase media, les brindó la oportunidad a los estudiantes del sistema público de ir a los colegios privados por medio de “vales educativos.”

La partidocracia, sin embargo, al final pudo más que la frescura política de Roselló. En la medida que su segundo cuatrienio al mando avanzó, su capital político comenzó a gastarse. Y en la medida en que esto ocurrió, sus rastros autoritarios resaltaron aún más. Las constantes denuncias de corrupción bajo su administración lo llevaron a cerrarle las puertas a la prensa local. Le construyó como un eje del mal, trabajando en concubinato con el capital latifundista local y el Partido Popular Democrático para lograr que el status quo político se mantuviera (su famoso triunvirato colonialista). Castigó al principal rotativo del país al no concordar con sus planteamientos (o la falta de estos). Ante la derrota judicial sufrida con la Ruta 66 (por los obvios manejos turbios en su diseño y construcción), decidió obstinadamente no mitigar el daño ecológico sufrido por las comunidades aledañas. Impuso un plebiscito a pocas semanas del paso de un devastador huracán. Vendió la Telefónica sin importarle un ápice la fuerte oposición de grandes sectores del país a la transacción. Se marchó a toda prisa el primero de enero de 2001 luego de entregar las llaves de la Fortaleza...

En sus días de asueto como ex gobernador, Roselló se dedicó a impartir clases sobre la reforma de salud que su administración impuso y dar charlas sobre el futuro político del país. Sus vacaciones le duraron poco, sin embargo. Ante el quinceañero de Sila Calderón a la cabeza del gobierno, miembros de su partido imploraron por su regreso, al igual que algunos sectores del capital latifundista criollo. El reclamo le elevo aún más sus ínfulas de monarca. Gracias a la labor de respetados publicistas, su retorno fue construido como una resurrección, y Roselló no se llamó más así, sino el “Mesías.”

Fiel a sus principios de monarca, Roselló estableció un canal de televisión por Internet, eliminando así el uso de intermediarios. No es que estableciera un diálogo con sus partidarios; rosello.tv fue en realidad una ventana por la cual llevar su mensaje de una forma vertical y unidireccional. Pero la imagen sosegada que proyectó por el canal comenzó a quebrarse en el furor del evento electoral, particularmente en los debates televisivos, saliéndose de sus casillas en múltiples ocasiones y no pudiendo controlar su explosividad autoritaria. No era el mismo; era peor.

No hace falta recontar sus actos desde aquella fatídica noche del 2 de noviembre para comprender por qué Pedro ya no es aquel joven doctor que prometió cambiar la gestión política 14 años atrás. Ahora es Roselló I: un monarca moldeado al estilo de los Luis XIV de la historia, cuya construcción/constitución de lo real es impuesta a la fuerza sobre sus sujetos soberanos. Sus actos hacen más que recordar a Luis XIV; a veces lo recrean. El espionaje político, la utilización de sus subalternos para la intriga, su empecinado desespero por ocupar la silla presidencial del senado, su constante descalificación del discurso político de sus opositores. Pero también se refleja en su mánica persecución por la estadidad, el ultraje desmedido a las instituciones “democráticas” en pos de alcanzar sus particulares y viciados objetivos.

En la historia, Luis XIV es recordado no por su “jovial” forma de gobernar, sino porque su cabeza rodó luego de ser ejecutado en la guillotina. El ejercicio sanguinario y despiadado del poder finalmente le alcanzó, muriendo como cualquier plebeyo a las manos de un verdugo y al filo de una navaja ordinaria. Roselló I quizá habite todavía entre nosotros. Pero su grosera obsesión con la estadidad es el filo de la navaja que poco a poco comienza a cercenar su tierno cuello monárquico. Su ofuscación lo ha llevado a derrochar su capital político en alcanzar aquello que ya a pocos les interesa. Le ha dado la espalda al caos creado por el ensimismado tranque entre el vulgar poder legislativo y el desgastado poder ejecutivo del partido popular.

En el mito de la modernidad, el descabezamiento de Luis XIV marcó el surgimiento del pueblo y la democracia como ejes axiomáticos de la democracia. En el caos actual, la auto-lapidación de Roselló I marcará el reconocimiento del sujeto de consumo como agente de los tiempos que se avecinan.

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