Tecnocracia y Servilismo
J.S. Lucerna
2006, Derechos Reservados
I
Hace exactamente un año, el Subsecretario de Educación celebraba desde la altura que le proveía su oficina (en el penúltimo piso del Departamento de Educación) los resultados de la llamadas “pruebas puertorriqueñas de aprovechamiento académico,” los cuales, él sostenía, evidenciaban un notable progreso de los estudiantes de escuelas públicas en el país. Doce meses más tarde, a duras penas el mismo personaje intentaba verle el lado alegre al marcado descenso en el aprovechamiento estudiantil, señalando que existía una mejora notable para los estudiantes de escuela elemental. Entre los datos importantes, el ilustre Subsecretario reconocía la necesidad de fortalecer la enseñanza del español, puesto que sólo un 44% de los estudiantes mostraron proficiencia (¿?) en esta materia, mientras que en las matemáticas y el inglés la cosa lucía mejor pues la mitad de los estudiantes que tomaron las pruebas mostraron dominio sobre ellas (¡!).
Si tomamos el lado ligero del asunto, se pudiese asegurar que el proceso de imperialismo cultural inaugurado con la invasión de las tropas estadounidenses en el 1898 ha dado resultados 107 años después: cada día somos menos capaces de reproducir la lengua a través de la que nos comunicamos a diario, mientras aumentan nuestras destrezas del lenguaje del cable TV. Esta sería una grata noticia para cualquier estadista, y una mala noticia para un independentista. Un estadolibrista, sin embargo, recalcaría que la capacidad de dominar las matemáticas refleja nuestra envidiable facultad para realizar los cálculos pertinentes y concluir que es mejor quedarse como estamos, ya que gozamos de lo mejor de dos mundos: no pagamos impuestos federales mientras recibimos todos los años avalanchas de fondos federales.
Pero en los tiempos donde presenciamos el eclipse de la partidocracia, esta noticia no es nada chistosa. Tampoco debe tomarse a la ligera, ni mucho menos puede buscarse su lado alegre por aquello de no decir cuán alarmante puede ser el asunto. Vivimos los tiempos de la cadena global de distribución (CGD), donde el acceso al conocimiento potencia al individuo para que este pueda encontrar su lugar en un mundo aplanado que cada día se vuelve más pequeño. El marcado declive que sufre los Estados Unidos en términos de su mercado laboral doméstico no sólo está ligado a los altos costos de producción; también se relaciona al descenso en la calidad del trabajador, particularmente en lo que se refiere a su dominio de materias y destrezas básicas. Es por esto que cada día más compañías (que en algún momento fueron estadounidenses de origen) mudan parte de sus operaciones a la India. Allí la calidad de la educación y la competencia de los trabajadores es muy superior a la encontrada en la otrora potencia mundial.
Dado este panorama, una noticia como la reseñada hoy por los periódicos debe causar consternación, particularmente en los sectores cuyo acceso al consumo depende de su inserción en la CGD. Un marcado deterioro en la calidad de la fuerza trabajadora local desalentaría la permanencia del capital líquido establecido aquí. A falta de ingenieros, químicos, CPA’s, abogados corporativos, etc., la calidad de la producción se vería afectada. La alerta roja se encendería, y llegaría el momento de abandonar el territorio en busca de otro que pudiera garantizar un grado mínimo de calidad. Los sectores afectados, entonces, deberán tomar la decisión de marcharse, perjudicando así aún más la competitividad del país, lanzándonos al creciente talego de territorios relegados al vacío tecnológico y al líquido olvido de quedar marginados de la CGD.
Lamentablemente, en la partidocracia las acciones y decisiones de los funcionarios públicos no se miden de acuerdo a parámetros basados en la productividad y la eficiencia. En una corporación basada en el capital líquido, el simple reconocimiento de haber fallado sería causa suficiente para que cualquier “chief executive officer” fuera despedido fulminantemente. Y es que el conceder que sólo la mitad de los estudiantes de escuela intermedia y superior dominan dos de las principales destrezas académicas implica una fuerza laboral futura (a un término mínimo de 6 años) medianamente competente (o incompetente) al respecto del promedio esperado. Si bien es cierto que en este caso los funcionarios involucrados sólo llevan un año en el puesto, los resultados de su incompetencia (o quizá dejadez) repercutirían por al menos siete años. Esto sin contar que el resultado de este año implica que los avances registrados el pasado año se han tirado por la borda.
Pero así es la partidocracia.
II
El realizar una conferencia de prensa y presentarse cándidamente ante los medios para reconocer la incompetencia parece ser más una virtud que una vergüenza estos días. Más si se trata de catedráticos universitarios (tanto el Subsecretario como el Secretario), cuyo nivel de dominio intelectual y didáctico se presupone está por encima del humilde maestro de salón de clases. Tal pareciese que la celebración del acto de presentar los resultados es una parodia del intelectual prometeico que solía poblar las aulas universitarias en la alta modernidad. Desafectado de los sucesos del diario vivir, preocupado por los conflictos filosóficos contemporáneos, su labor se dirigía a brindar el diagnóstico mientras reconocía (a la entrada y la salida) su incapacidad de dilucidar los mismos.
Pero la alta modernidad ya pasó, y los acontecimientos actuales se han encargado, poco a poco, de eliminar el exceso y los excesos de esta estirpe. Puede mirarse con cierta nostalgia y hasta con afecto la figura del intelectual moderno. Pero en nada quita que la academia haya perdido su relevancia actual, en la medida que el estudiante se convierte en un sujeto de consumo presto a exigir se le otorgue las competencias necesarias para sobrevivir en la era del capital líquido. Ni los más recónditos espacios, donde se intenta salvar de la extinción al académico prometeico, se salvan de la virulencia de la CGD; las más osadas elucubraciones escolásticas se subyugan al mercado de las “propuestas federales” y la “ley del deseo” filantrópico.
Pero quizá el retomar la figura de Prometeo se deba más al deseo de ocultar la propia naturaleza de su gesta en lo que respecta a la administración pública. De esta manera reluce el intelectual, mientras el tecnócrata se oculta detrás de la ropa de diseñador, lazos (o pajaritas) en vez de corbatas, oficinas lujosas, el chofer, y el automóvil oscuro con biombos y cristales oscuros, etc.
III
Existe la remota posibilidad que ni ellos tengan la culpa (de su propia incompetencia, quiero decir). Aturdido por el improbable triunfo, el gobernador electo decidió formar su gabinete de la manera más condescendiente posible, reclutando funcionarios de diferentes “ideologías políticas” (o más bien, posturas partidocráticas), a modo de aparentar anhelos de reconciliación. En el área de la educación reclutó al hijo de un conocido independentista queriendo mostrar cierto compromiso hacia una formación “más puertorriqueña.” César Rey, Secretario de Educación bajo el “quinceañero” de Sila M. Calderón, declinó la invitación para formar parte del nuevo gabinete, recayendo la designación en una total desconocida: Gloria Baquero. “Y, ¿quién es esa?” se preguntaron tanto correligionarios como adversarios políticos. Pronto lo descubrieron.
Embriagada con el discurso de la reconciliación y el rescate de la gestión pública, la doctora Baquero pronto comenzó a gestar un golpe de estado contra las huestes partidocráticas que felizmente se retozaban en el aposento de la educación pública. Jamaqueó las estructuras de poder internas, e implementó las máximas que rigen el quehacer del capital líquido: eficiencia y productividad (accountability se diría en el lenguaje de la CGD). Los primeros en gritar no fueron los miembros de la oposición política; ésta todavía no despertaba de la pesadilla de haber perdido la gobernación y apenas comenzaba a enfrascarse en la maraña por la presidencia del senado. Los viejos políticos latifundistas, muñocistas de corazón y exiguos de razonamiento, gritaron a los cuatro vientos tan pronto vieron como sus reclamos de que se nombraran a los “sheriff de barrios” del partido a posiciones de poder muy bien remuneradas dentro del departamento cayeron en oídos sordos. Al oler la peste a motín, la oposición creó la única alianza que existió entre ambos partidos a lo largo del 2005: cerraron filas en contra de la doctora Baquero.
Las elecciones del 2004 serán recordadas como aquellas que dieron paso al fin de la partidocracia. Acevedo Vilá tuvo en sus manos la oportunidad de ser el cuadillo posmoderno que adelantara la causa. Pero a la hora de la verdad, la herencia muñocista pudo más que su capacidad de razonamiento, y ante la amenaza de un motín por parte de la vieja guardia popular, prefirió abandonar a su elegida, convertida ahora en un ogro que amenazaba la paz y el equilibrio del vetusto sistema partidista.
IV
¿Cuánta credibilidad puede atribuírsele a alguien que dice tomar las riendas de un barco abandonado a la deriva? ¿Puede catalogarse como valentía la gesta? ¿O sería más acertado llamarle oportunismo de retirada?
En el ocaso del escándalo provocado por los políticos latifundistas y la heredera del poder político quinceañerista, el doctor Aragunde y su secuaz, Waldo Torres, se lanzaron a la tarea de traer la paz de vuelta al convulsado departamento. La cacería de brujas en contra de los elementos “baqueristas” fue ejecutada, mientras las huestes partidocráticas retornaban a sus viejos y muy bien remunerados puestos de poder. La crisis de la institución fue reconstruida de tal modo que luciera insuperable y encaminada a la hecatombe que otros (no ellos) tendrían que enfrentar y remediar (o quizá remendar).
Restaurada la paz, la alianza temporal quedó disuelta y los políticos volvieron a dedicarse a su profesión: “la guerra nuestra de cada día.” Sólo un siervo pudiera lidiar con tamaña ironía; pero no cualquier siervo. Tiene que ser tecnócrata y haberse criado bajo el signo zodiacal y apocalíptico de la partidocracia. Sólo así pudiera ser tan libertino, atrevido y cínico como para colocarse frente a las cámaras de la televisión y reconocer su incompetencia, imprudencia e impotencia, para luego irse a dormir felizmente a su morada, sabiendo que al próximo día su jefe no le regañará, ni siquiera le amonestará. En todo caso lo felicitará, pues en el último año contribuyó significativamente a la quiebra política, ideológica y moral del país. Hay que ser siervo y tecnócrata.
2006, Derechos Reservados
I
Hace exactamente un año, el Subsecretario de Educación celebraba desde la altura que le proveía su oficina (en el penúltimo piso del Departamento de Educación) los resultados de la llamadas “pruebas puertorriqueñas de aprovechamiento académico,” los cuales, él sostenía, evidenciaban un notable progreso de los estudiantes de escuelas públicas en el país. Doce meses más tarde, a duras penas el mismo personaje intentaba verle el lado alegre al marcado descenso en el aprovechamiento estudiantil, señalando que existía una mejora notable para los estudiantes de escuela elemental. Entre los datos importantes, el ilustre Subsecretario reconocía la necesidad de fortalecer la enseñanza del español, puesto que sólo un 44% de los estudiantes mostraron proficiencia (¿?) en esta materia, mientras que en las matemáticas y el inglés la cosa lucía mejor pues la mitad de los estudiantes que tomaron las pruebas mostraron dominio sobre ellas (¡!).
Si tomamos el lado ligero del asunto, se pudiese asegurar que el proceso de imperialismo cultural inaugurado con la invasión de las tropas estadounidenses en el 1898 ha dado resultados 107 años después: cada día somos menos capaces de reproducir la lengua a través de la que nos comunicamos a diario, mientras aumentan nuestras destrezas del lenguaje del cable TV. Esta sería una grata noticia para cualquier estadista, y una mala noticia para un independentista. Un estadolibrista, sin embargo, recalcaría que la capacidad de dominar las matemáticas refleja nuestra envidiable facultad para realizar los cálculos pertinentes y concluir que es mejor quedarse como estamos, ya que gozamos de lo mejor de dos mundos: no pagamos impuestos federales mientras recibimos todos los años avalanchas de fondos federales.
Pero en los tiempos donde presenciamos el eclipse de la partidocracia, esta noticia no es nada chistosa. Tampoco debe tomarse a la ligera, ni mucho menos puede buscarse su lado alegre por aquello de no decir cuán alarmante puede ser el asunto. Vivimos los tiempos de la cadena global de distribución (CGD), donde el acceso al conocimiento potencia al individuo para que este pueda encontrar su lugar en un mundo aplanado que cada día se vuelve más pequeño. El marcado declive que sufre los Estados Unidos en términos de su mercado laboral doméstico no sólo está ligado a los altos costos de producción; también se relaciona al descenso en la calidad del trabajador, particularmente en lo que se refiere a su dominio de materias y destrezas básicas. Es por esto que cada día más compañías (que en algún momento fueron estadounidenses de origen) mudan parte de sus operaciones a la India. Allí la calidad de la educación y la competencia de los trabajadores es muy superior a la encontrada en la otrora potencia mundial.
Dado este panorama, una noticia como la reseñada hoy por los periódicos debe causar consternación, particularmente en los sectores cuyo acceso al consumo depende de su inserción en la CGD. Un marcado deterioro en la calidad de la fuerza trabajadora local desalentaría la permanencia del capital líquido establecido aquí. A falta de ingenieros, químicos, CPA’s, abogados corporativos, etc., la calidad de la producción se vería afectada. La alerta roja se encendería, y llegaría el momento de abandonar el territorio en busca de otro que pudiera garantizar un grado mínimo de calidad. Los sectores afectados, entonces, deberán tomar la decisión de marcharse, perjudicando así aún más la competitividad del país, lanzándonos al creciente talego de territorios relegados al vacío tecnológico y al líquido olvido de quedar marginados de la CGD.
Lamentablemente, en la partidocracia las acciones y decisiones de los funcionarios públicos no se miden de acuerdo a parámetros basados en la productividad y la eficiencia. En una corporación basada en el capital líquido, el simple reconocimiento de haber fallado sería causa suficiente para que cualquier “chief executive officer” fuera despedido fulminantemente. Y es que el conceder que sólo la mitad de los estudiantes de escuela intermedia y superior dominan dos de las principales destrezas académicas implica una fuerza laboral futura (a un término mínimo de 6 años) medianamente competente (o incompetente) al respecto del promedio esperado. Si bien es cierto que en este caso los funcionarios involucrados sólo llevan un año en el puesto, los resultados de su incompetencia (o quizá dejadez) repercutirían por al menos siete años. Esto sin contar que el resultado de este año implica que los avances registrados el pasado año se han tirado por la borda.
Pero así es la partidocracia.
II
El realizar una conferencia de prensa y presentarse cándidamente ante los medios para reconocer la incompetencia parece ser más una virtud que una vergüenza estos días. Más si se trata de catedráticos universitarios (tanto el Subsecretario como el Secretario), cuyo nivel de dominio intelectual y didáctico se presupone está por encima del humilde maestro de salón de clases. Tal pareciese que la celebración del acto de presentar los resultados es una parodia del intelectual prometeico que solía poblar las aulas universitarias en la alta modernidad. Desafectado de los sucesos del diario vivir, preocupado por los conflictos filosóficos contemporáneos, su labor se dirigía a brindar el diagnóstico mientras reconocía (a la entrada y la salida) su incapacidad de dilucidar los mismos.
Pero la alta modernidad ya pasó, y los acontecimientos actuales se han encargado, poco a poco, de eliminar el exceso y los excesos de esta estirpe. Puede mirarse con cierta nostalgia y hasta con afecto la figura del intelectual moderno. Pero en nada quita que la academia haya perdido su relevancia actual, en la medida que el estudiante se convierte en un sujeto de consumo presto a exigir se le otorgue las competencias necesarias para sobrevivir en la era del capital líquido. Ni los más recónditos espacios, donde se intenta salvar de la extinción al académico prometeico, se salvan de la virulencia de la CGD; las más osadas elucubraciones escolásticas se subyugan al mercado de las “propuestas federales” y la “ley del deseo” filantrópico.
Pero quizá el retomar la figura de Prometeo se deba más al deseo de ocultar la propia naturaleza de su gesta en lo que respecta a la administración pública. De esta manera reluce el intelectual, mientras el tecnócrata se oculta detrás de la ropa de diseñador, lazos (o pajaritas) en vez de corbatas, oficinas lujosas, el chofer, y el automóvil oscuro con biombos y cristales oscuros, etc.
III
Existe la remota posibilidad que ni ellos tengan la culpa (de su propia incompetencia, quiero decir). Aturdido por el improbable triunfo, el gobernador electo decidió formar su gabinete de la manera más condescendiente posible, reclutando funcionarios de diferentes “ideologías políticas” (o más bien, posturas partidocráticas), a modo de aparentar anhelos de reconciliación. En el área de la educación reclutó al hijo de un conocido independentista queriendo mostrar cierto compromiso hacia una formación “más puertorriqueña.” César Rey, Secretario de Educación bajo el “quinceañero” de Sila M. Calderón, declinó la invitación para formar parte del nuevo gabinete, recayendo la designación en una total desconocida: Gloria Baquero. “Y, ¿quién es esa?” se preguntaron tanto correligionarios como adversarios políticos. Pronto lo descubrieron.
Embriagada con el discurso de la reconciliación y el rescate de la gestión pública, la doctora Baquero pronto comenzó a gestar un golpe de estado contra las huestes partidocráticas que felizmente se retozaban en el aposento de la educación pública. Jamaqueó las estructuras de poder internas, e implementó las máximas que rigen el quehacer del capital líquido: eficiencia y productividad (accountability se diría en el lenguaje de la CGD). Los primeros en gritar no fueron los miembros de la oposición política; ésta todavía no despertaba de la pesadilla de haber perdido la gobernación y apenas comenzaba a enfrascarse en la maraña por la presidencia del senado. Los viejos políticos latifundistas, muñocistas de corazón y exiguos de razonamiento, gritaron a los cuatro vientos tan pronto vieron como sus reclamos de que se nombraran a los “sheriff de barrios” del partido a posiciones de poder muy bien remuneradas dentro del departamento cayeron en oídos sordos. Al oler la peste a motín, la oposición creó la única alianza que existió entre ambos partidos a lo largo del 2005: cerraron filas en contra de la doctora Baquero.
Las elecciones del 2004 serán recordadas como aquellas que dieron paso al fin de la partidocracia. Acevedo Vilá tuvo en sus manos la oportunidad de ser el cuadillo posmoderno que adelantara la causa. Pero a la hora de la verdad, la herencia muñocista pudo más que su capacidad de razonamiento, y ante la amenaza de un motín por parte de la vieja guardia popular, prefirió abandonar a su elegida, convertida ahora en un ogro que amenazaba la paz y el equilibrio del vetusto sistema partidista.
IV
¿Cuánta credibilidad puede atribuírsele a alguien que dice tomar las riendas de un barco abandonado a la deriva? ¿Puede catalogarse como valentía la gesta? ¿O sería más acertado llamarle oportunismo de retirada?
En el ocaso del escándalo provocado por los políticos latifundistas y la heredera del poder político quinceañerista, el doctor Aragunde y su secuaz, Waldo Torres, se lanzaron a la tarea de traer la paz de vuelta al convulsado departamento. La cacería de brujas en contra de los elementos “baqueristas” fue ejecutada, mientras las huestes partidocráticas retornaban a sus viejos y muy bien remunerados puestos de poder. La crisis de la institución fue reconstruida de tal modo que luciera insuperable y encaminada a la hecatombe que otros (no ellos) tendrían que enfrentar y remediar (o quizá remendar).
Restaurada la paz, la alianza temporal quedó disuelta y los políticos volvieron a dedicarse a su profesión: “la guerra nuestra de cada día.” Sólo un siervo pudiera lidiar con tamaña ironía; pero no cualquier siervo. Tiene que ser tecnócrata y haberse criado bajo el signo zodiacal y apocalíptico de la partidocracia. Sólo así pudiera ser tan libertino, atrevido y cínico como para colocarse frente a las cámaras de la televisión y reconocer su incompetencia, imprudencia e impotencia, para luego irse a dormir felizmente a su morada, sabiendo que al próximo día su jefe no le regañará, ni siquiera le amonestará. En todo caso lo felicitará, pues en el último año contribuyó significativamente a la quiebra política, ideológica y moral del país. Hay que ser siervo y tecnócrata.